ARTÍCULOS

Verdad y universidad


Por Juan José Giani
Profesor de Filosofía, UNR.


Reprobable actitud es aquella que admite naturalizar un bochorno. Incorporar apenas como un dato lo que configura un episodio enfermizo, convierte al espectador en cómplice involuntario de lo que en definitiva repudiamos.
La perdurable ineptitud de la Universidad de Buenos Aires para formar nuevo gobierno brindó en los últimos meses una escenificación esperpéntica que demanda antes explicaciones que soluciones. ¿Qué extraña circunstancia permite que allí no sólo se polemice respecto de quién y cómo se debería conducir los destinos de la UBA, sino, más primariamente, acerca de los mecanismos idóneos a través de los cuales se dirimirán las acaloradas controversias?
Resultaría una necedad imaginar que la causa de semejantes desatinos puedan ser endilgadas apenas a torpezas dirigenciales u ofuscaciones de coyuntura. Algo de lo que solemos denominar estructural abona el territorio sobre el que las turbulencias se despliegan. La singular gravedad de lo que acontece parece indicar además que lo que se expone en dichos lares supone la explosión de deformaciones añejas que sin duda, a poco de escudriñar, encontraríamos agazapadas en muchas otras universidades del país.
Colisionan en los exaltados edificios de la Universidad de Buenos Aires la politiquería y la sobrepolitización. Esto es, aquellos que han hecho de la magna institución una geografía fértil para un clientelismo ramplón con prosa academizante contra unos otros que conciben a las aulas como trincheras culturalmente aptas para suscitar periplos revolucionarios que el hombre de la calle nítidamente desestima.
Ambos, sabemos, hacen de la democracia un significante axilógicamente correcto que, sin embargo, en sus rostros respectivos, encarna descartables versiones. Reivindicar con gestualidad entusiasta una asamblea cuyos miembros en buena medida acceden allí en base a canonjías non sanctas, o boicotearla con la imperturbable convicción de que sólo es democrática una resolución que coincida punto por punto con la verdad clarividente que me autoadjudico.
Generalizar, por supuesto, es un ejercicio intelectual que resulta en ocasiones poco recomendable. Profesores probos y lúcidamente formados ocupan lugares relevantes en la institución universitaria, y fracciones de una izquierda plausible realizan habituales aportes a una pujante ciencia social. Lamentablemente, al momento de diseñar estrategias colectivas de distribución de responsabilidades ejecutivas, dichas franjas resignan incidencia o se marginan presas del fastidio. Cierta consolidada degradación parece obturar que mejores desempeños político-culturales oxigenen una institución que suele pontificar sobre los pecados del país sin a la vez admitir sus flagrantes miserias.
La universidad que se gestó tras los oprobios de la dictadura articuló una peculiar relación con la política. Impregnadas del ancestral discurso reformista, las autoridades designadas por la Unión Cívica Radical pregonaban la importancia de garantizar un prolijo autogobierno y una hasta entonces extraviada autonomía científica. La figura del Presidente entrometido, del censor externo remitía, obvio, a la dictadura, pero básicamente al espectro peronista; un movimiento plebeyo y culturalmente irrespetuoso que siempre procuró acomodar la vida universitaria a las premuras de la una verdad histórica que suponía solitariamente encarnar.
La recuperación intelectual del país requería por tanto una institución sin apremios, despojada de políticos meteretes, dispuesta sólo a generar condiciones para el que esforzado investigador contribuya con el desarrollo nacional pariendo profusamente conocimientos ahora incontaminados. Aportar al país no implicaba indagar que era lo que el país necesitaba, sino poner al alcance de la sociedad utensillos del saber tan desprovistos de incómodas tutelas como de veraces entrelazamientos con la realidad circundante.
El resultado de aquellas pretensiones fue sin dudas el menos conveniente. La universidad se empecinó en guarecerse de toda recomendación exterior y paralelamente prohijó intromisiones partidarias de la más baja estofa. Mientras se rechazaba retóricamente las funestas directivas mercadocéntricas del menemismo, se reproducía en pequeña escala su bagaje de corruptelas. Mientras el grueso de las autoridades exigía no ser sometidas a los contaminantes vaivenes del apetito estatal, los sistemas de ingreso, permanencia y desempeño fueron recurrentemente interceptados por cooptaciones varias; sólo que no a través de indignos colchones sino de la siempre apetecida media-dedicación.
Y todo esto en el contexto de una gimnasia científica que, hermanándose en la nostalgia con la edad de oro supuestamente iniciada allá por 1956, aspiraba a una tarea intelectual reluctante al vértigo inapropiado que emana de la exigencia socialmente situada.
Porque vale también señalarlo. El reformismo institucional, en clave de resguardo sincero o de negocio encubierto, consintió un estilo cognitivo distinguible pero a la vez funcional a esos criterios. Me refiero a una suerte de frenesí academicista, orientado a construir un modelo de universidad sólo volcado a favorecer carreras personales, competencias meritocráticas que hacen de la acumulación de créditos su obsesión casi excluyente.
Es obvio que el referente en negativo de esta tendencia anida en la universidad de los primeros 70, emblema de un efervescente momento histórico en el cual los conceptos no se diseñaban para obtener prestigiosas maestrías sino para denunciar tropelías del imperialismo o comportamientos rapaces de las clases dominantes. La adecuada formación habría sido arrasada allí por las pulsiones de la política. No por cierto la del decano-puntero sino la de la organización encargada de interpretar la impronta justiciera de las masas.
Sabemos que cuantiosos intelectuales del presente no recuerdan con afecto aquellos tiempos. Esquemáticas teorizaciones e hiperideológicas derivaciones a la violencia, según dicen, abrieron las puertas al genocidio de la dictadura. La Verdad Proletaria devino en Verdad Cuartelera. Era hora entonces de pensar liberados de las asfixias que provienen del dramatismo colectivo.
Vemos que en la UBA, pero no únicamente allí, algunos grupos procuran dinamitar los desaguisados del reformismo hipócrita apelando apenas a una versión degradada de aquella universidad que el academicismo recusa. La diferencia es patente. Aquel entusiasmo intelectual entroncaba con un mundo que anunciaba sin puerilidades la hora de los pueblos, y el movimiento social nutría palpablemente el activismo cultural de las aulas.
Tampoco es sensato recordar aquellas convulsionadas jornadas con condescendiente añoranza. Condenar por claudicante cualquier recorrido teórico reticente a dejarse impregnar de inminencia revolucionaria, distorsiona en parte una función interrogante que no necesariamente se aborta al resignar pasión militante.
Cual distorsionado eco, las maneras autoritarias de proceder que hoy observamos se alimentan de un marxismo oxidado puesto en manos de dirigentes estudiantiles que el ciudadano medio contempla con gesto risueño o desdeñoso. Deteriorando al extremo la imagen de una institución que, cumpliendo raramente el sueño reformista, no convoca a ser intervenida porque no le preocupa a casi nadie.
Salir de este atolladero no puede ser por cierto tarea de algún grupo salvífico que llegue súbitamente a auxiliarnos. Supone en todo caso la configuración de un aseado concepto de politicidad, tan lejos de la politiquería como de la sobrepolitización. Quiero decir, archivar la escuálida preocupación que se contentaría con “mejorar el nivel académico” y profundizar en cambio acciones en dirección a vincular a la vida universitaria con los sabrosos rigores del espacio público.
Terminar con el extravío epistemológico, la inanidad institucional y marchitamiento político deberá ser la consecuencia de un nuevo modelo de verdad. Ni teorías tenues que en nombre de una cruzada contra el totalitarismo formatean intelectuales políticamente displicentes, ni filosofías demasiado seguras de sí mismas que prepotean tiempos institucionales y desmerecen la mirada minuciosa del investigador fructíferamente insatisfecho.
Alumbrará así una vocación nacional de verdad, un énfasis dialógico en arribar a certezas que, habitando una universidad recompuesta, propicien cabalmente el bienestar colectivo. Una voluntad genuina de auscultar las expectativas de un exterior insatisfecho, que, bien ejercida, tendrá el rico y complejo sabor de la singularidad cultural.
Tanto las ciencias del espíritu como las ciencias de la naturaleza ameritan tener cabida en una rejuvenecida pretensión de incorporar a la universidad a un proyecto nacional que, en tanto apenas se insinúa, requiere ser abastecido. Las primeras, articulando las polémicas más candentes que circulan en el mundo con los imprescindibles moldes que el territorio patrio aplica. Y las segundas, testeando las carencias fehacientes de nuestro pueblo y no sólo las perspectivas más fluidas que provienen del ámbito empresarial.