ARTÍCULOS

Gestión universitaria y prácticas de lenguaje


Por Horacio González
sociólogo, docente de la UNR, UBA y UNLP.
Director de la Biblioteca Nacional

Varias paradojas constituyen hoy el sentido de la universidad. Su autonomía como valor central sólo queda referida a ciertas operaciones de gestión, administración y presupuesto, mientras que las corrientes de conocimiento que rigen la cotidianeidad de la época pasan muy levemente, y a veces muy lejanamente, por ella. La sociedad como fábrica de conocimientos tecnológicos, comunicacionales y científicos, retiene funciones que históricamente habían pertenecido a la universidad. La propia noción de “sociedad de conocimiento”, de apariencia simpática, sólo sirve a la apología de las grandes corrientes de producción de programas de control, almacenamiento y sistematización de información.
La universidad participa también muy moderadamente en estos procesos. Debe hacerlo, y en mucho caso lo hace con imaginación plena, sin duda, pero señalando el carácter ideológico que tienen esas nociones. Ella debe colocar la ciencia en relación con la historia y la cultura, y no con el neoliberalismo de conceptos como sociedad de la información y otros semejantes. El ideal científico universitario debe retomar todas las investigaciones realizadas en las esferas que fuesen, pero está eximido de tomar su mismo lenguaje vano, expansionista. La universidad investiga lenguajes, y en especial, el propio. Y en la esfera lingüística debe ser enteramente autónoma. Esa viga maestra garantiza todas las demás autonomías. Lo que adquiere como lengua profesional, debe separarse totalmente de lo que sería una celda en la que el sujeto queda prisionero. La paradoja universitaria consiste en que ser profesional debe convivir con cierta filología que ponga a luz todo la historia de una profesión, como siendo un largo tañir de palabras que se reubican incesantemente. Un profesional es un ser histórico, y la memoria de la profesión es parte de una memoria esencial. Las ceremonias del honor profesional solo no son desdeñables si parten de la raíz antigua de las profesiones y el conocimiento, como autoconciencia misma del saber.
Otra paradoja universitaria es que al drama del conocimiento lo trata con técnicas de control y con moldes productivistas, que forman parte de una densa red de metáforas impulsadas precisamente por las ideologías de dominio: conceptos como producción de conocimiento han perdido su prestigio epistemológico [-]proveniente de la época del estructuralismo- para ser hoy una bandera de los administradores de empresas, llamando con ese concepto apenas a las reglas de adecuación a plantillas de formularios y requerimientos que ya tienen implícitas respuestas. No por invocar el ideal fabril, el conocimiento adquiere su vitalidad mundana, pues ahora hablar de producción no deja de ser, en demasiados casos, una ilusión donde apenas se permite un débil agregado a la cadena ya constituida. En esa serialidad del “estado de la cuestión”, dudosamente surgen innovaciones. Estamos más bien ante un nuevo reparto de un mazo de citaciones. Vistas las cosas de otro modo, se trataría entonces de rescatar el propio concepto de producción para reunir las ciencias de la naturaleza y las de la cultura, promesa universitaria que puede provocar una reconstrucción de la relación de los universitarios con su época.
Por eso, los problemas de la Universidad no son sólo problemas de gestión. “Gestión de conocimiento”. De eso también se habla. Muchas veces como consuelo ante la crisis que ha degradado las universidades. Y en todo el mundo, salvadas apenas por la red de posgrados con su economía propia globalizada. Las fábricas del siglo XIX caídas parecerían recrearse como sueño tardío en la universidades del siglo XX. En las últimas décadas, la palabra gestión se puso de moda y en el caso específico de la Universidad significa la emergencia de una clase de funcionarios dedicados únicamente a la tarea de “gestionar”, con lo cual se ha producido una irreversible escisión entre el conocer y las acciones de gobierno. Si la gestión fuera igual al conocimiento, algo perderíamos, excepto que se quiera también reproducir oníricamente al gerente empresarial de la revolución industrial, cuya propiedad de los medios, resultados y productos, lo hacía una figura crucial de la definición de la época, del “espíritu del capitalismo”. Pero los funcionarios universitarios –incluso los profesores-, no son sujetos absolutos de la “ética de las profesiones”, por encima de la trama de gestión como conocimiento, que por lo general los lleva a ser ausentes operadores de un lenguaje ajeno.
Nunca se escucha a los rectores proponer temas, cuestiones o estilos de debate ligados a la vida intelectual, a la crisis cultural o a la discusión de ideas. Ellos, gestionan.
Por eso, es fundamental ahora elaborar argumentos decisivos contra la visión reglamentarista y “de servicios” de las universidades, que comparten la mayoría de los que tratan el tema desde las identidades políticas tradicionales. El conocimiento no puede ser sometido a la última palabra de los reglamentos, como hoy ocurre ante la aceptación pasiva de todos. El formidable y alienado aparato de categorizaciones, incentivos, referatos y evaluaciones no son otra cosa que formas oblícuas de creación de meritocracias, todo lo cual se complementa con la creación de un neo-poder informático que sustenta el predominio de una capa de tecnócratas calificados, que a poco cree ya tener allanado el camino para el control tecnocrático de la Universidad. Este pacto tecnocrático-funcionarial tiende a absorber todas las energías vitales de la Universidad, convertida en dependencia administrativa de organismos económicos, comunicacionales y políticos, que la ven como ámbito donde subsiste la vieja legitimación cultural (el “doctor”) aún útil, y la mano de obra de las “pasantías” y otras figuras anómalas del mercado laboral.
Por eso, la máxima paradoja de la universidad es su misión de crear ámbitos profesionales elevados, poseedores de un lenguaje creador y libre, frente al rudo imperativo pedagógico de hacer del lenguaje un campo meramente instrumental a fin de construir profesiones encapsuladas en ritualidades y clishés al paso. Una profesión [-]y sigue siendo válido el enunciado de Weber de ser buenos profesionales- se interroga siempre a sí misma, y no coloca el lenguaje como una simple cita de autoridad sino que lo lleva al momento crucial donde ninguna autoridad subyace, excepto la de él mismo pensando su actuación entre los sujetos públicos.
Pero en los últimos años, ha avanzado en la Universidad la mentalidad de gestión, con su corte funambulesca de estipulaciones para el pensar. Por supuesto, no se trata de dejar de tomar decisiones adecuadas. Una cosa es la decisión política que dialoga con los ámbitos de conocimiento, y otra distinta lo que se llama gestión como mero canto disciplinario. La gestión universitaria, si queremos seguir empleando ese lenguaje [–]palabras que vienen del venerable latín- parece que condensa la vida intelectual con formularios y ecuaciones clasificatorias. Se dirá que en una Universidad de masas no hay otro remedio. Y que los proyectos sociales deben estar ordenados con el mismo lenguaje con que el estado habla de inversión social o asistencia comunitaria.
Pero en lo profundo, la mentalidad gestionadora es reglamentarista, y corre el riesgo de proceder por cooptación, clientelismo, fatuidad y mimetismo. Asume el lenguaje “tecno-moderno” pero “controlado” muchas veces por los gabinetes maniobreros de la política que recibe el eco de los juegos partidarios convencionales. Es hora, entonces, de volver al conocimiento, la filosofía y la política, y tomar la gestión no como una columna separada de acciones, con lenguaje propio, sino como dos dimensiones en colaboración, capaces de criticarse mutuamente. La acción de gestión debe recibir como destino la crítica de la filosofía, y esta comprobarse en la medida de lo real, estudiando los nudos fácticos que impiden la acción y deben ser removidos con decisiones salidas de una institución que debate consigo mismo y con los demás.
Es hora de rearticular la vida intelectual con una filosofía democrática de la administración del común. Es hora de acercar la universidad a los problemas de la realidad circundante, lo que no supone recrear un nuevo pragmatismo e imaginar que habría irracionales obstáculos en la cultura intelectual heredada, sino exigir un replanteo del modo en que se invoca el lenguaje, que es lo mismo que decir, del modo en que el lenguaje colectivo [-]en todos los planos, científico, conversacional, popular y erudito-, crea la universidad como su fruto maduro. La gestión universitaria debe reverse, entonces, a partir de una profunda investigación de las prácticas del lenguaje, las usuales y las de la creación bajo condiciones clásicas de la vida intelectual. La Universidad, así, no será una torpe acumulación y suma de saberes, sino la correcta lucha o competición cultural entre ellos mismos.