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La política y sus metáforas argentinas

Por Sebastián Artola

Ensayemos una definición de política. Digo, primero tracemos algunos rasgos que nos parecen constitutivos de un concepto de política para después, sí, meternos a pensar algunas cuestiones vinculadas al presente político nacional y a la vida universitaria.
Acá, por supuesto, ya hay una relación que no es ingenua en nuestra reflexión, fundada en una idea donde política – país – universidad son las dimensiones que dan cuerpo y marcan el sentido de las prácticas y dinámicas que adquiere la universidad como tal. En realidad, en todo modelo universitario esta relación está presente. Más diluida o más visible, toma una u otra forma según el contenido que se le asigne a cada noción y el tipo de vínculo que se establezca entre cada una de ellas.
Esto que parece una perogrullada y presentamos casi como una ontología para desentrañar ese casi inteligible mundo universitario para el hombre común, creemos, propone un barajar y dar de nuevo, partiendo de re-pensar estas ideas, que anime la reposición de un pensamiento político argentino en las ciencias sociales y en la vida pública nacional. Tan vital como urgente en tiempos de cambios y desafíos como los que corren.
Dijimos, pues, política; segundo, país; tercero, universidad.
Empecemos, entonces.


La política
¿Cómo pensarla? Partamos de una afirmación que puede sonar paradójica: en la universidad domina una idea de política que vacía de política la universidad.
Desde el discurso “progresista” – cuyos orígenes nos llevan a los años ochenta, al alfonsinismo académico y a la teoría de la democracia – el lugar de la política debe acotarse a las instituciones de la república. Del diagnóstico que ubicaba el problema de nuestras sociedades en la “sobrepolitización”, en la “indeterminación de la política” y en la “ausencia de cultura democrática” – o simplemente, en la “falta de cultura” a secas - (rápida mezcla de Germani y Sarmiento, que reponía en la academia al positivismo y funcionalismo norteamericano como matriz dominante); a la necesidad de descargar de política la vida de los argentinos, de dar corte con las culturas políticas criollas y dejar atrás los pensamientos paridos de las luchas públicas nacionales, como receta para superar definitivamente esos violentos años, ingobernables por la presencia de incorregibles malformaciones políticas llamadas “populistas”, que en su máxima expresión de delirio se habían propuesto transformar revolucionariamente la Argentina en nombre de un viejo general.
El borrón y cuenta nueva con nuestra historia política era así el camino (más fácil, y frágil a la vez – como lo demostrarán los años siguientes –) para lograr esa anhelada continuidad institucional y alternancia política que proponía el modelito democrático liberal (más liberal que democrático) de un puñado de países desarrollados (ya no más imperialistas, otro anacronismo de la academia “setentista”).
Resultado: una democracia sin sujeto – al pueblo todavía le faltaba aprobar “instrucción cívica”-; sólo con objetos: las instituciones. Instituciones cosificadas, sin ideologías, por sobre las tensiones sociales. Sólo en tanto reglas, procedimientos y rutinas. No importaba nada más. ¿Y de la “democracia popular”, la “justicia social”, la “liberación nacional”? Todos anacronismos. De este modo, la política se reducía a la democracia, ésta a sus instituciones y, a su vez, éstas a sus normas. Fórmula mágica: con esto se comía, se educaba y se curaba.
Resultado del resultado: una sociedad argentina desmovilizada, despolitizada – la llamada ciudadanía pasiva propia de las democracias delegativas, como gustan clasificar los estudios politológicos –, apta para la implementación de toda la política económica y social de la embestida neoliberal y conservadora de los años ’90.
Como analiza Eduardo Rinesi (“La historia sin red”, en Historia crítica de la sociología argentina, compilada por Horacio González, 2000), el “imprevisto” escenario obligó a la politología democrática a dar una vuelta de rosca al esquema conceptual, y a la transición política de los ’80 (la pos-militar), se le agregó la “necesidad histórica” de una segunda transición (la pos-populista), de carácter económica y social, encargada de reformular las relaciones entre Estado, economía y sociedad que había gestado - allá lejos y hace tiempo- el peronismo en los años ’40.
Queda claro ¿no?. Desde la Universidad, el oficialismo teórico y sus expresiones partidarias, bajo otro color político, hicieron su aporte para crear el marco de consenso que legitimó lo que en el país pasaba.
Pero retengamos y pasemos en limpio la idea de política subyacente en este pensamiento. Por un lado, la germaniana idea de transición supone una naturalización de los procesos históricos, profundamente anti-política, donde las sociedades se desenvolverían en ciclos lineales (como la naturaleza misma), con puntos de partida y de llegada predefinidos, amputando todo lo que la realidad (ergo, la política) tiene de contingencia, novedad y creación.
Por otro lado, la política sería, así, sólo el momento del contrato, de la paz, del orden, de la institución, del resultado y lo objetivo. Todos sus antónimos – es decir, la ruptura, la guerra, el desorden, la rebeldía, la acción o lo subjetivo – quedarían descartados a un estadio previo, llamado pre político. Necesario de superar, si de política se trata.
Preguntamos al paso, ¿es sólo esto la política? ¿Es posible pensarla sin estas otras categorías? ¿Qué consecuencias prácticas implica esta noción de política?...

Veamos ahora el otro rostro de la afirmación con la que arrancamos este punto. Desde su reverso, la izquierda ubica como el terreno propio de la política la “acción directa”. El Estado, las instituciones, siguen leyéndolas como – las definiera Marx hace 150 años en una Europa un tanto distinta a la conformación actual de nuestras sociedades – ficción, farsa, reflejo o desvío. ¿Desvío de qué? Del curso “natural” que la lucha social desarrollaría si no existiesen los tropezones, los hiatos, los cortes, que impone el tejido institucional. O sea, acá no habría política. Sólo engaño y mentira. Meterse con el Estado, las instituciones, la “trampa” de las elecciones nacionales o los partidos políticos mayoritarios, es perder el tiempo porque ahí mandan las clases dominantes. Éstas, por supuesto, agradecidas.
Obviamente, se comieron a un tal Antonio Gramsci (Y acá hacemos una digresión: es interesante pensar el destino de Gramsci en Argentina. Siempre fue problemático para la izquierda. Por el año ’63 los llamados gramscianos argentinos fueron expulsados del Partido Comunista porque la lectura del pensador italiano los había llevado a un “inmoderado acercamiento al peronismo”. Entrado los ’70, la escuela de formación política del PRT-ERP negaba su lectura porque ahí encontraba la “base teórica” del populismo de las FAR. Pero si hubo una presencia fuerte de Gramsci en Argentina, fue a través de ¡un peronista!. Cooke no sólo fue un introductor del italiano a las ideas argentinas, sino que su militancia y pensamiento político están nutridos de los conceptos centrales del ideario gramsciano: hegemonía, filosofía de la praxis, bloque de poder, mito, guerra de posiciones... destino paradójico del italiano en nuestras pampas, poco admisible para la ortodoxia de izquierda).
Pero sigamos... Porque, si por esas, reconocen que hay política, es una forma baja, débil o menor. La Política es ruptura. Nada de orden, de institución. Eso es política burguesa. Como si el status de la política fuese más del orden de lo gustativo o teleológico que de las categorías que, efectivamente, constituyen el mundo realmente político. Es decir, lo que me gusta, lo que yo afirmo o las cosas en las que creo son la política. Lo que no me gusta, no. ¡Idea poco política si las hay!
“La política está en otra parte”. El Estado perturba, interfiere. Hay que mantenerse al margen, dicen en una versión clasista de los anhelos del liberalismo económico. Con la salvedad que ni los propios abanderados del libre mercado se comen el verso de que acá no hay nada en disputa. Basta con repasar la historia política argentina y ver en cada uno de sus capítulos el rol fundamental del Estado nacional en la conformación de las hegemonías políticas. ¡Qué reflejo de las relaciones de producción! El Estado es la política misma. Es uno de sus momentos decisivos.
Si no preguntémosle a Macri. ¿O acaso es casual que se haya lanzado ahora a la política, lo mismo que Blumberg o que exista el PRO? ¿O el papel político de Bergoglio? ¿Nada tiene que ver con que no haya un Menem como referencia política de la derecha argentina como lo fuera en todos los años ’90? ¿O que haya sucedido un diciembre del 2001? ¿O que la política nacional mire en otra dirección? ¿Nada importante se está jugando en el país como para sacar a la reflexión política de la izquierda argentina del piloto automático, que la invite a revisar sus consignas, sus esquemas conceptuales y a poder decir algo distinto? Parece que no.
Hoy más que nunca hay que seguir agitando el conflicto social. Por más que pocos se prendan. El quilombo “agudiza las contradicciones”... en la política del vacío, éste es un valor en sí mismo. No importa quien esté enfrente, cual es el gobierno, a quien se le hace el juego, si dispara por derecha o lo que venga después. Qué importa que venga un Duhalde como pasó después del 2001 o que venga la derecha después de Kirchner. La razón instrumental no permite interrogarse por qué los medios concentrados y los discursos periodísticos más reaccionarios les dan el aire, los minutos y renglones que nunca tuvieron. Y si es peor, hasta por ahí es mejor, porque se termina la farsa. Se le cae la careta al sistema. Qué Estado, qué proyecto. Nada de institucionalizar. Eso es para otro momento... En la política del todo o nada, está claro, o se hace todo o no se hace nada. Y como todo de una en la real política nunca se puede hacer, entonces, hago nada.
Nada de revolución, como la definiera magistralmente Cooke en su conferencia sobre El retorno de Perón, allá en Córdoba por diciembre del ’64. Dice ahí: “Toda revolución es el final de un proceso, y hasta que no se cumpla ese proceso sólo se anotan éxitos parciales (...) algún día, cuando culmine el proceso revolucionario argentino, se iluminará el aporte que cada episodio ha hecho, y ningún esfuerzo será en vano, ningún sacrificio será estéril, y el éxito redimirá todas la frustraciones (...) una línea seudorevolucionaria busca sólo apoteosis totales, por encima de cualesquiera sean las condiciones que se den en un momento dado: tampoco concibe la revolución como un proceso, la concibe como un suceso fulminante, sin que antes medien los sacrificios, y las tareas revolucionarias que no lucen, la acción anónima de miles de militantes” (Cooke, p. 41).
¡O todo ya, o nada!. Como la posmodernidad misma.

Concluyamos: las dos posturas afirman una idea de la política incompleta, renga (la primera, persistente y dominante en el mundo académico, también relevante en la política argentina, en esa intersección resbaladiza donde 2 por 3 congenian progresismo y derechismo; la segunda, con más presencia en la Universidad, compuesta de partidos que si se presentan a elecciones nacionales pocos votan, secretarios generales eternos y vanguardias que nadie reconoce como tales, a la espera que “las condiciones” – una especie de “mano de Dios” de la Historia, con la salvedad que la mano de Dios fue la de Maradona y no la de Dios –, les permitan ocupar el lugar para el cual creen estar predestinados).
Una idea de la política que paraliza, despolitiza, que no contiene a su contrario, y al negar su otra parte constitutiva no hace otra cosa que negarse a sí misma. Una, reduciéndola a la mera institucionalidad; la otra, al momento de la acción extra institucional. De este modo, la política queda trunca de la plenitud de la acción. Se fragmenta. Pierde su potencialidad. Se vuelve estática, pasiva. En una eterna espera: confiados que la Razón que guía la inexorable marcha de la historia no tiene otro destino que la libertad y la democracia, en un caso; o, en el otro, que esa misma Razón lleva en realidad a otro paraje, el de la superación del capitalismo en el socialismo.
¿Entonces?... Ya descartamos la distinción entre un estadio pre político y otro político. Entre una Política con P mayúscula y otra con p minúscula... Nos toca el momento de empezar a arriesgar. Decimos primero: la política es todo. Es la violencia y es el contrato; es la guerra y es la paz; es el conflicto y es la institución; es la acción y es el resultado. Por ende, la política está en todas partes. En la calle, en el barrio, en la asamblea del gremio pero también en la secretaría tal o en el ministerio cual y en cada una de las instituciones del Estado. Es el ida y vuelta permanente entre estos dos lugares. En consecuencia: la política es parte y todo a la vez. He aquí la dimensión profunda de la política. Como sugiere Eduardo Rinesi en su imprescindible Política y Tragedia (2003), es precisamente la indeterminación y variabilidad de la palabra política lo que la hace tan apta “para dar cuenta del carácter dinámico que tiene siempre la vida de las sociedades, vida que no se presenta nunca bajo la forma de una oposición dicotómica entre un polo de instituciones establecidas y otro polo de prácticas instituyentes, sino que se manifiesta siempre bajo la forma de un proceso permanente, un movimiento incesante y una tensión ineliminable entre dos extremos” (Rinesi, p. 22).
Para utilizar las figuras que escribe Emilio de Ípola en su libro Metáforas de la política (2001), la política pensada tanto como orden y como revolución. La metáfora “sistémica” (como parte de un todo social) y la metáfora “rupturista” de la política (como un todo que excede cualquier límite). Momentos inescindibles del mundo político. Ésta es la dimensión constitutiva de la política. Son las dos caras de una unidad inseparable. En ese vaivén, en esa ambigüedad y aparente indefinición radica, precisamente, su definición. Su capacidad de captar la vida misma de los hombres en comunidad, su dinámica, sus ritmos, sus contrariedades y grises. En fin, la política como la vida misma, ¿no?. Al menos, la política real, que es la que nos interesa. Que es la que produce los cambios, las transformaciones, la que influye sobre nuestras vidas, sobre las sociedades y las naciones.
Pero retengamos una palabrita que por ahí dijimos. El carácter gris de la política. Es decir, la política como un lugar de intersección, de cruce, no de blanco y negro, sino de mezcla. Ya lo escribimos, entre acción y orden, pero también podemos agregar, entre coerción y consenso, entre conciencia e inconsciencia, entre razón y pasión, entre legalidad e ilegalidad, entre sociedad civil y sociedad política, y así... En esa oscuridad – afirmamos con aroma sartreano – radica toda su productividad, toda su vitalidad. Y acá, le damos una vuelta de tuerca a nuestra primera definición. Como sabemos, al gris se llega mezclando blanco y negro, pero a pesar que ambos colores dan forma a una nueva configuración, el tono dominante lo marca el negro, de ahí la condición oscura, sombría y apagada del gris. ¿Qué queremos decir con esto? Que la vitalidad del gris contiene en su interior su punto más alto, su extremo, que es uno de sus polos, el de la impureza del negro.
Pero basta de metáforas. Pongámosle nombres políticos. Si, como dijimos, lo constitutivo de la política es la tensión inerradicable entre el conflicto y el poder, ahora, afirmamos: su tono más alto, su gravedad, su válvula de escape, su exceso, es el primero de estos elementos. El que le otorga su dinamismo, su imprevisibilidad, ese plus que hace a la política incalculable, inclasificable. O sea: la acción, la rebelión, la pasión, la “inconsciencia”, la “irracionalidad” – según la racionalidad del cientificismo tan poco afecto a las formas del comportamiento político de las clases populares latinoamericanas -. Pero, aclaramos, siempre en su condición impura, como parte del gris, en cruza con el blanco. Su pureza sería cuando se realiza al vacío, sin vínculo con su otro constitutivo. Ahí pierde, como vimos, toda su radicalidad.
Y agregamos: el pueblo. Esa categoría tan amplia, indefinida, confusa, ambigua; tan oscura, que diluye las pertenencias sociales originarias y las identidades de clase, en algo nuevo, más mezclado, cambalachesco, que va tomando fisonomía sobre su propia marcha; en fin, tan política... y tan cara para el prolijo razonar “progresista” o “marxista” que gustan del orden teórico y los garantizados esquemas conceptuales made in alguna universidad o intelectual de Europa o Estados Unidos.
Parece ser que todo eso que se define como pre política, es decir, ese estadio previo al de la política caracterizado por una serie de “insuficiencias congénitas”: inmediatez, sentimentalismo, confusión, mezcla, desborde, desvío... que no se corresponden con los “modelos históricos” que nos hablan sobre las formas correctas de la política moderna: conciencias sociales puras, ya sean burguesas o proletarias; virtudes republicanas y conductas democráticas de quienes, más allá del signo ideológico, optan por la política institucional; vanguardia de intelectuales que elaboran la política del partido revolucionario que actúa como herramienta de las masas en el proceso de subversión del orden establecido, como dicen los manuales sobre la revolución rusa... no es otra cosa, para nosotros – según lo que venimos diciendo –, que la savia misma de la política real.
Llegamos, entonces, a una idea clave de la definición. Pero, primero, pasemos en limpio lo que dijimos hasta ahora: la política es conflicto, es orden y revolución a la vez, es gris y es la impureza del negro. Y ahora agregamos: el momento más pleno – de mayor potencialidad – de la política es el de su constitución colectiva. Es decir, el pasaje del hombre a la multitud organizada; del número a la fuerza; del individuo al pueblo. El momento del pueblo, según Laclau (La razón populista, 2005), no como dato de la estructura social sino como categoría política. Como sujeto histórico, como “acto de institución que crea un nuevo actor a partir de una pluralidad de elementos heterogéneos” (Laclau, p. 278). El momento de la religión – como escribe María Pia López – que tanto conmocionó a Mariátegui como a Gramsci. “Religión, re-ligar. Unir. Juntar lo disperso” (Notas sobre Gramsci, sobre política y sobre la guerra, en “La escena contemporánea”, 1999, p. 53). Y de acá, a la imagen del ejército como la metáfora política por excelencia de todo sueño revolucionario: el hombre hecho grupo; el sentimiento de pertenencia y la conciencia; la identidad común; la estrategia política; y el comandante en jefe. En fin, la díada pueblo/líder como la política en su mayor expresión de radicalidad.
Por supuesto que se nos metió otro aspecto sobre el que nos interesa detenernos: a esa irrupción de los sujetos sociales en el espacio público, como primer paso de la constitución del “pueblo”, sumamos ahora la figura del “líder” en su condición performativa de la identidad popular. Es decir, el líder es constitutivo del pueblo. Lo que no significa decir que el líder se encuentre por fuera del pueblo y por ello tengamos que acotar la reflexión sólo a su figura. Como analiza Laclau en su lectura crítica de Freud: entre ambos hay un rasgo positivo compartido, y al participar de la sustancia de la comunidad es que es posible la identificación; “identidad que está dividida: él es padre, pero también es uno de los hermanos”; a su vez, al basarse su derecho a dirigir en el reconocimiento de un rasgo común compartido, hace al líder “responsable ante la comunidad” (Laclau, p. 84).
El ejemplo está al alcance de la mano: la palabra de Perón que desde el balcón de la Casa Rosada - en los llamados Cabildos Abiertos – bajaba hacia la multitud convocada y le permitía ser pueblo, en ese ida y vuelta fundante de la relación líder/pueblo. Si no la ecuación queda a mitad de camino, como por ejemplo, en diciembre del 2001.
Concluyamos: la política sería así – según el rastreo que venimos haciendo – la actividad (la acción) humana más vital, la que marca el curso de las sociedades nacionales; al interior de las cuales, encuentra su expresión más radical, transformadora y revolucionaria, cuando se constituye en voluntad colectiva, o sea, cuando el pueblo es su sujeto; atravesada por la inherencia del conflicto, propio de toda comunidad humana donde siempre existirán intereses contrapuestos; que se debate entre el desorden y el orden; permitiendo al hombre protagonizar la realidad dentro de las posibilidades que cada trozo de esa realidad encierra. Porque la acción política nunca se realiza sobre una tabula rasa, todo lo contrario, siempre se hace en relación a un determinado ordenamiento de la realidad, que es dinámico, falible, pero que según su propia capacidad de acción, de resistencia, impone condiciones que (valga la redundancia) condicionan las acciones que lo impugnan. Las que, claro, van mutando en función de las fuerzas de cada actor en la contienda.
Ya para ir cerrando. Un conocido axioma de la política argentina tiene bastante de lo que venimos diciendo: la política es el arte de lo posible. Lo dijo Perón. Por supuesto, descartamos de plano la lectura sencilla de un concepto puramente pragmático, empirista y positivista de la política. En contraposición a lo que sería una noción transformadora, utópica y revolucionaria, presente en la frase “la política es el arte de lo imposible”. Nos preguntamos: ¿qué es lo radical, lo transformador, lo revolucionario? Respondemos: lo que opera sobre la realidad, lo que tiene impacto sobre ella. No lo que flota en el aire, lo que no-es-posible, lo que no-tiene-lugar. Todo lo contrario. Repetimos, la política real (la que nos interesa) se incrusta sobre la realidad, sobre el lugar, es posible. Es lo posible de hacer en el marco de una realidad, particular, concreta y nunca repetible. Y ese lograr hacer en las posibilidades concretas de una realidad concreta es lo que define que una política sea profundamente transformadora y revolucionaria. Ahí está la virtud. Hacer con lo que hay. Crear realidad. Perturbarla, desarreglarla, inflingirle desacomodos por donde sea, que vayan creando nuevas posibilidades para un hacer reordenador de la realidad.
Tenemos en esta fórmula los dos elementos que venimos trabajando como constitutivos de una política radical: lo posible (que sería la realidad, su objetividad, su ordenamiento, los poderes constituidos) y el arte (es decir, la acción que toma, subvierte y crea una nueva realidad). Siempre uno en referencia al otro, en una relación dinámica y abierta. Porque así como lo posible condiciona – pone un cable a tierra – al arte; el arte va creando lo posible.
En fin, el tire y afloje “eterno” entre política y realidad.
Dijimos realidad, a la realidad se ha dicho.

El país
¿Cómo pensar la coyuntura política? Dejamos de lado los ya harto sabidos análisis sobre crisis “varias”: de representación, de los partidos políticos tradicionales, del sistema político, etc., etc. Porque si bien, desde un costado podemos convenir que es así, desde el otro hacen agua y terminan diciendo más nada que algo. Si es obvio que el PJ está tan partido como la UCR, no menos cierto es que Kirchner es un político típicamente peronista, como Carrió y López Murphy son políticos típicamente radicales. ¿Qué queremos decir con esto? Que política y cultura tienen una implicación tal en la realidad argentina que explica la persistencia – más allá de sus formas – de los nombres, lenguajes, símbolos y mitos de la historia política nacional. Pese a que hace más de dos décadas que la academia viene decretando la muerte de las culturas políticas argentinas (y a la agónica frustración de la izquierda porque el pueblo no deja de ser populista), éstas perviven y se recrean, más aún en momentos en que el conflicto vuelve a ser el corazón de la política nacional.
Y si de nombre tozudo en la política argentina se trata, no podemos dejar de decir peronismo. A más de seis décadas de su nacimiento, sigue siendo el hecho más persistente (inquietante para algunos, incorregible para otros) de la vida pública nacional. Y agregamos, utilizando la figura de Emilio de Ípola, el peronismo es la metáfora misma de la política argentina. Es su punto más alto. El momento más pleno (con la necesaria relatividad laclauniana del término “pleno”) que la historia política argentina haya parido. Ya que en su interior contiene, como ningún otro lugar de la política nacional, la tensión constitutiva de la política. Recordemos: el orden y la revolución.
Toda su historia, todos sus rostros, todas sus posibilidades, son la expresión de esta tensión. Contradictorio, ambivalente, ¡ja!, qué novedad. Ya lo dijimos, la vida de las sociedades es así; y, por supuesto, la política. La que no se desenvuelve en el barro de la realidad, es una política abstracta. Pura, sí, pero irreal. La política es contradicción. He ahí su dinámica, su tragedia, pero también su potencialidad transformadora. Y el peronismo fue y es esto.
(Aclaramos: peronismo y no pejotismo. Porque creemos que hay tanto – o incluso más – peronismo por fuera que adentro de sus estructuras oficiales de poder. Y acá de nuevo la dimensión cultural que mencionábamos de las tradiciones políticas, obviada por los estudios del formalismo institucional).
Decíamos, fue y es el lugar de la política argentina donde se desenvuelven con mayor vitalidad las energías sociales de transformación en puja con la estructuración de un ordenamiento institucional y simbólico que sea gobierno y poder al mismo tiempo.
No decimos que sea el único, mucha agua corrió bajo el puente de su historia, y muchas nuevas pertenencias e identidades se han ido construyendo en clave popular desde otros lugares, pero sin dudas, – y la realidad así lo marca – es el más importante.

Pero volvamos atrás. Escribimos conflicto. Sí, el conflicto volvió a la política y con éste volvió la política. ¿Esto es bueno? Por supuesto. Anima el debate, el pensamiento, la militancia y la construcción política. Y sin esto no hay cambio posible. Después de años, de “para que te vas a meter en política si no pasa nada, son todos iguales, todos garcas, chamuyeros...”. Ahora sí pasan cosas. El conflicto con los ganaderos, la Iglesia, el ALCA, el FMI, los militares, la derecha política. Algunas escaramuzas con las empresas privatizadas. Nos puede gustar más, menos, la intensidad, la resolución final – “falta más”, por supuesto – pero hay una tensión con lo que podemos llamar “el establishment argentino”. Esto abre brechas, márgenes, fisuras para la acción política transformadora.
Salvo, claro, para la izquierda, para quien todo sigue igual, o incluso peor, porque este gobierno despertó una expectativa que los sectores populares habían perdido, sumado al apoyo de organismos de derechos humanos, pensadores nacionales, referentes de la cultura popular, organizaciones y una parte no menor de la militancia social parida al calor de la resistencia al neoliberalismo. ¡Todos cooptados!, exclaman furiosos. Cuando el Estado se abre a la participación popular, no lo dudan, es peor. El famoso desvío... “Estado”, “pueblo”, “populismo”... el desvío de una revolución tan esquiva a ellos como la realidad misma.
Todos leen que algo pasa. El progresismo, por supuesto, y no le gusta. Consecuentes con su política de la no política acusan al gobierno de ¡hegemónico!. Como si la hegemonía no fuese constitutiva de cualquier construcción política, incluso la de ellos. Claro, lo de la Alianza fue algo más que un furcio... y la matriz conservadora – por más que se disfrace de “progre” y ahora se anime a decir cosas por fuera de lo “políticamente correcto” – siempre está.
Pero la que mejor registra es la derecha. Tiene claro que fue desplazada del poder político y busca rearmarse. Le cuesta encontrar un figurón que les dé unidad política, pero en eso están. El triunfo porteño de Macri lo pone en un lugar de privilegio aunque la proyección nacional de este espectro de la política si quiere disputar, deberá incorporar buena parte de las estructuras políticas provinciales anti K, que las hay, de todos colores y bien dispuestas. Por supuesto, que esta opción tiene voceros decididos a jugar en serio: el Episcopado, el procesismo rejuntado en el agrupamiento Memoria Completa, los Joaquín Morales Solá, los Sebrelis y todos los grandes medios de comunicación privados que no van a dejar avasallar la “libertad de prensa”, digo, “de empresa”, digo, de hacer lo que a los empresarios les dé la gana.

Por supuesto, que los desenlaces no son unívocos. También lo dijimos, la política, la realidad, no es lineal, nunca tiene puntos de llegada predeterminados por vaya a saber qué mano invisible de la historia. La “transición” de la sociedad tradicional a la sociedad moderna; del autoritarismo a la democracia; del capitalismo al socialismo; no se repite “a la misma hora y por el mismo canal” como si el desenvolvimiento de las sociedades fuese programable por una ley natural de desarrollo.
La realidad es abierta, contingente, va y viene. Y la política, su motor, se funda en las capacidades de los actores, en las relaciones de fuerza de los protagonistas de la contienda. Pero esta acción, dada que se realiza sobre una realidad que nunca se conoce y controla totalmente, tiene su cuota – muchas veces no menor – de azar maquiaveliano, imprevisto, sorpresa y resultado insospechado.
Y llegamos a lo que queríamos: ¿Si no cómo explicamos a un Menem y, más aún, después de Menem a Kirchner?. Menem salió del peronismo: el hombre y nombre de la política conservadora y neoliberal de los ’90, si se quiere el “antiperonismo peronista”. Y después, Kirchner, que también salió del peronismo. El político de la Argentina post diciembre de 2001, de la reformulación de las políticas de mercado, del neo desarrollismo nacional, de la vuelta de la política.
El corte – lo nuevo/lo viejo – no parece ser la clave explicativa del cambio en nuestro país. Donde la nueva política viene más de la mano de Macri y el rabino Sergio Bergman; y el cambio, con desplazamiento generacional, sigue teniendo un fuerte ascendente de políticos “tradicionales”.
Ironías, paradojas, de esa cosa que llamamos política.

¿Y...? Falta y todavía mucho. Si acordamos en que diciembre del 2001 marca el momento político-social de la nueva etapa política; y el 25 de mayo del 2003 su momento político-institucional. Con el hiato y corte que separan estos dos acontecimientos: el heterogéneo y contradictorio arco de demandas de esa multitud sublevada que no llegó a ser pueblo, donde había tanto de cambio como de anti política; y la dosis de azar que permitió la llegada al gobierno de un candidato sin una construcción nacional propia – que sin el apoyo del duhaldismo no superaba el 3 % de intención de voto –, que, por supuesto, se explica en relación al primero, aunque no de manera directa; nos puede ofrecer alguna pista para comprender el impensado, vertiginoso, contradictorio, desparejo, con avances y retrocesos, proceso de cambio que caracteriza a la Argentina.
¿Lo que falta? Aquello que definimos en su momento como el punto más alto, extremo, radical, de la política. Es decir, el pasaje de la simpatía, de la expectativa y la adhesión dispersa a su constitución en voluntad orgánica nacional y popular. El salto cualitativo de la esperanza a su momento activo, militante: la fe, la creencia. “¡CREER!, He allí todo la magia de la vida!”, escribió Scalabrini en su ensayo El hombre que está sólo y espera. En fin, el momento del pueblo. El de la política en su plenitud. Esa “revolución desde abajo” – que señala el libro de Julio Godio, El tiempo de Kirchner. El devenir de una revolución desde arriba, 2006 – como complemento necesario para evitar el “transformismo” y profundizar el proceso de cambio.
Y no depende de otra cosa que de las decisiones nacionales en la dimensión política. El apoyo está, el cheque en blanco no. Construir la identidad popular todavía aguarda la convocatoria al protagonismo popular, movilizado, organizado, en una nueva fuerza política que lleve adelante la necesaria renovación del Estado y sus instituciones.
Sólo así será posible, creemos, la conquista de nuevas formas de justicia social y de soberanía popular democrática.

La universidad
A la afirmación – hecha en las primeras líneas de este texto – que en la Universidad domina una idea de la política que vacía de política la Universidad, ahora agregamos la interrogación sobre el lugar de la Universidad en la política. Es decir, la pregunta por las relaciones entre ciencia, conocimiento y poder en el marco de nuestro país y sus tensiones sociales. Porque la “ausencia pública” de la Universidad en la sociedad argentina, no es la idea de un vacío, de un autismo o, lo que se suele definir, como la “universidad isla”; todo lo contrario, es una ausencia bien presente, que se expresa a través de una lógica, ideas, saberes, nomenclaturas, reglamentaciones, convenios y prácticas, que dan forma a – lo que podemos definir como – una presencia privada de la Universidad pública en la comunidad nacional.
Extraña y ajena para el hombre concreto y de la calle, pero bien palpable para empresas privadas o transnacionales, fundaciones locales y extranjeras, editoriales especializadas, medios de comunicación y algunos sectores de la política nacional, en un circuito donde se van anudando conocimiento, ciencia, mercado, statu quo y poder.
La “lógica empresarial y eficientista” en la administración de la Universidad pública discurre en la inercia ante la ausencia de proyectos políticos alternativos al interior de la comunidad universitaria que la corran del curso neoliberal. Las izquierdas que no se mueven de sus “máximas” en la política nacional, no trascienden del reclamo gremial o reivindicativo en la política universitaria, afirmando a lo sumo el concepto “reformista” de Universidad (propio del liberalismo político) a través de una democratización – puertas adentro – que se recorta a la representación de los claustros, pero que para nada pone en cuestión el modelo de Universidad vigente.
Y con esto cerramos: la posibilidad de una nueva Universidad pública va de la mano de cómo seamos capaces de redefinir esa tríada que afirmábamos al inicio, compuesta de política – país – universidad. Lo que no significa que reduzcamos la universidad al país. Es decir, por supuesto, que es parte del entramado institucional del sistema educativo público y del Estado nacional, y éste es el punto de partida, por más que le pese a quienes en nombre de la “autonomía” pretenden desentender el mundo universitario de su inscripción en las políticas públicas y del debate político nacional. Pero la universidad tiene su dinámica, singular; propia de la historia cultural y social que la constituye; que va desde su organización institucional, vida política, hasta el lenguaje que recorre sus aulas y pasillos. Las tensiones políticas e ideológicas que atraviesan la sociedad argentina se inscriben en la universidad pero moldeadas por su particularidad, lo que nos lleva a concluir que la pregunta por la universidad interroga tanto al “adentro” como al “afuera”.
Es en ésta bisagra, donde encontramos la posibilidad redentora para la Universidad pública. Porque, por más política pública que haya, si del seno de la comunidad universitaria no surge un nuevo protagonismo político que la haga carne – o la supere, o incluso, si no está planteada, la demande (en su condición de “demanda popular”, como la define Laclau, es decir, cuando se articula a un proyecto político de transformación; no como demanda individual, aislada o “democrática”, según el otro concepto de Laclau)– no hay cambio que sea posible.
Contra “reduccionismos” de uno y otro lado – que acotan la universidad a sinónimo de “política nacional”, perdiendo su especificidad; o quienes recortan la universidad a la universidad misma –, retenemos la noción de autonomía en su ambigüedad y paradoja inherente, es decir, en tanto suspenso que la propia institución “impone”; y en tanto promesa esquiva pero siempre latente de una Universidad nacional y popular.
¿Y la política?... Tal cual la definimos, le cabe ni más ni menos que ser el puente, la posibilidad de un nuevo encuentro entre la universidad y el país.