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Por otra memoria: En torno a La Bengala Perdida de Horacio González

Por Alejandro Moreira
docente de la carrera de Ciencia Política y de Historia, UNR

A Rolando Bucci


“Después se puso un par de lentes redondos, sin montura y empezó a leer. La capacidad de pensar la realización de su vida personal en términos históricos, lee Tardewski la frase de Le Roy Ladurie anotada en su cuaderno de citas, fue para los hombres que participaron en la Revolución Francesa tan natural, como puede ser natural para nuestros contemporáneos, cuando llegan a los cuarenta años, la meditación acerca de su propia vida como frustración de las ambiciones de juventud”.
Ricardo Piglia, Respiración artificial

I)
El 23 de enero de 1989, en las postrimerías del gobierno de Raúl Alfonsín, un pequeño grupo llamado “Movimiento Todos por la patria”, al mando de E. Gorriarán Merlo, ex dirigente del Ejército Revolucionario del Pueblo, intentó copar un batallón del ejército en la localidad de La Tablada, en la provincia de Buenos Aires. Bajo el argumento de que se preparaba una inminente conspiración militar, los atacantes contaban con tomar el batallón y desde allí forzar –mágicamente- un levantamiento popular. Lo cierto es que esta acción, que concluyó en una feroz represión –esta vez legal y constitucional-, brindó a los militares la posibilidad imprevista de reivindicación pública, y constituyó una verdadera catástrofe para el espectro de la izquierda política y cultural, en particular para las organizaciones de derechos humanos. Allí se terminó para siempre la primavera democrática.
En principio, de tan disparatado el argumento y el accionar del MTP no pareció siquiera un tardío extravío de voluntarismo militarista sino más bien el producto delirante de una secta, un caso de mesianismo susceptible de análisis psiquiátrico más que político. Empero, es precisamente esa imagen lo que las páginas que siguen invitan a reflexionar, sin que ello implique dejar de deplorar lo que el acontecimiento y sus actores tuvieron y tienen de siniestro.
El copamiento de la Tablada fue unánimemente repudiado, pero pocos se atrevieron a trascender el anatema para pensar lo ocurrido. En este caso nos interesa rescatar un escrito de Horacio González que lleva como título La Bengala Perdida[1]. En soledad, Gonzalez, inscribió La Tablada en un registro que se desplazaba por completo del clima de ideas imperantes en la época y de las miradas sobre el pasado reciente, para esbozar un cruce entre memoria e historia que interpelaba directamente a los miembros de la generación del setenta, es decir, a aquellos que protagonizaron la experiencia revolucionaria en la Argentina, aquellos, en fin, que, como el epígrafe de Piglia, pensaron alguna vez sus vidas en términos históricos.

II)
A principios de 2003, en un artículo notable Ricardo Foster
[2] afirmaba: “la historia argentina, especialmente la reciente, (...) corre el riesgo de la santificación o el museo. Aludía de ese modo a las dos grandes vertientes a partir de las cuales se ha buscado reconstruir los años sesenta y setenta en el discurso de los intelectuales y de la izquierda: “una historia epopéyica que monta su estrategia en la producción sistemática de mitos, de acciones ejemplares en la que los actores cobran la dimensión de lo puro; una historia para purificar la memoria de los muertos, una forma de santificación que disuelve la tragedia en la epopeya. Otra historia que puede ser de rechazo, o de interpretación despojada y objetiva, una historia que parte de la premisa de cortar los hilos entre el hoy y el ayer en términos de presencia conmovedora, que elige, por lo general, la atalaya de la buena conciencia, ese sitio desde el cual mirar sacándose de encima las tramas profundas que lo ligan, también, con aquella experiencia”.
En suma, por un lado la nostalgia, por otro la clausura del pasado. Sin duda, es ésta última posición, que acompaña el paso del intelectual de los sesenta/setenta al profesional de las ciencias sociales de los ochenta la que se ha impuesto. Es decir se ha impuesto la perspectiva impulsada por esa variante del pensamiento de derecha que en Argentina llamamos “progresismo”. Así, desde la trascendencia del imaginario liberal-democrático se conjuran los excesos de aquel pasado que los tuvo como actores principales, levantando un muro de silencio: de ese edificio en ruinas, nada queda por rescatar
[3]. Se ha tratado de una verdadera operación de borramiento, (cuyas últimas secuencias son Pasado y Presente de Hugo Vezzetti, y ese exabrupto contra el “giro subjetivo”, que tan poca justicia rinde a la trayectoria de la propia autora, titulado Tiempo pasado de Beatriz Sarlo), que hizo del fracaso político de aquella generación una capitulación del pensamiento para quienes la sucedieron, (de donde, por lo demás, la situación de la Universidad argentina después de dos décadas de progresismos, una Universidad que si alguna vez quiso ser vanguardia hoy es ostensiblemente la retaguardia de la sociedad).
En cualquier caso, tales representaciones constituyen dispositivos de lectura diferentes que sin embargo coinciden en un punto: ambas contribuyen no a rehabilitar el pasado sino a borrar sus huellas en nuestro presente.
[4] Los caminos del olvido, continua Foster, “tienen el doble rumbo de la apologética o la lapidación”.[5]

III)
Escrito pocas semanas más tarde, en un contexto cargado de temor y angustia, La Bengala perdida rehuye los lugares comunes con que la mayoría de los intelectuales dio cuenta y en buena medida buscó desligarse de lo acaecido – lugares inspirados en las dos vertientes que venimos de delinear- y busca sobre todas las cosas explicarlo: “no se insulta un enigma: se le exige que revele su inexplicable ajenidad”. A los efectos de nuestra argumentación no nos detendremos en los diversos momentos del artículo sino en el gesto de cuño weberiano que lo atraviesa, a saber: que lo que rechazamos no debe transformase en algo menos, sino en algo más que pensar. En ese ejercicio, González trabaja como un historiador en un sentido muy clásico, se trata de dar inteligibilidad a un hecho bruto que ha trastocado todas las previsiones y cuyos efectos ha sido ofrecer a los militares “la cifra añorada, la dama nocturnal que la política argentina les procuraba en vano, esa ‘hipótesis de conflicto’, que por fin adquiría rostro y los movimientos que el refinado cliente deseaba, formas que ahora podían ser declaradas ominosas y transhumanas”.
González apelará a relatos y tradiciones condensando con maestría múltiples planos de análisis que permiten que ese acontecimiento adquiera sentido. De tal manera, La Tablada se vuelve un momento tardío, horroroso, pero momento al fin de la tradición de la izquierda argentina. En la red de significados que explican la Tablada también estamos implicados nosotros, dice González: “Por eso, cuando rechazamos las premisas y las consecuencias de La Tablada, es una ardua reconstrucción teórico-biográfica la que debemos hacer, porque ella no estaba afuera sino en el interior de momentos olvidados y sonámbulos de nuestra propia cabeza. Quien la condena desde la terapia, la ciencia, la razón o simplemente el fastidio, en verdad no la está condenando, sino rehaciendo su propia biografía, con sus poros más sensibles ahora obstruidos. Sólo comprendiendo hay recusa. Sólo rechazando con severo dolor es que podemos comprender”.
Las conclusiones de Gonzáles son posibles porque en su perspectiva el análisis descansa en una mirada fuertemente trágica del mundo y en ese sentido pone en acto la exigencia de Nicolás Casullo de un comprender histórico y filosófico que incorpore la tragicidad de una vida comunitaria desgarrada, (...) con los claroscuros, con las intermitencias entre intenciones y resultados, entre conciencia y evidencia, entre razón y martirio, entre credos y muertes. (...) Tragicidad que exige traer a la escena indagada “una verdad real en tanto más ambivalente, (...) en tanto irresolución de la verdad, en tanto verdad contradictoria, equívoca”.
[6]
Pensar la acción supone en este caso asumir literalmente la figura que define a los sujetos como personajes lanzados al teatro de la historia para actuar un drama cuyo guión en buena medida desconocen. En esto, González se acerca a Tulio Halperin Donghi (y quizás allí se encuentre la diferencia entre ambos autores y sus pares). Sólo que si en Halperin la impronta trágica deviene las más de las veces en ironía apática –desde afuera y bien bien lejos, a distancia mortal, el historiador nos dice que en última instancia el mundo no tiene sentido y que lo que ocurre ya ocurrió y entonces el Terror podrá volver a ocurrir[7]- en el caso de González las derivaciones éticas y políticas son muy distintas.
Porque la manera de entender la experiencia de los setenta que propone González no busca exorcizar las culpas del pasado –no convoca a sus antiguos compañeros a arrepentirse una vez más- sino a integrarlas a partir de lo trágico. Aquí La Bengala perdida nos lleva atrás, hacia Contorno: “lo trágico entendido como la intimidad de sí mismo asumida y que tolera en sí la brasa viva de lo intolerable” –decía a fines de los años cincuenta León Rozitchner.
[8] Pero tampoco los invita a avergonzarse de sus transmutaciones, a renegar de lo que fueron y dejaron de ser, porque sabe que en efecto el tiempo es la imposibilidad de la verdad de coincidir consigo misma: en los Epílogos del tomo III de La Voluntad de Anguita y Caparrós, González dice: “Ahora podría leer La Voluntad sabiendo que sería infinito el esfuerzo por reconocerme en relatos que sin embargo nada traicionan, nada contradicen. Es que en el fondo, si nada se abandona, es porque suele haber en todas las cosas un cuño involuntario y desconocido, que por lo poco que conocemos de nuestra voluntad, precisamente siempre tratamos de explicar”.
En otras palabras, enfrentada a una época de excepción (y en este caso a su peor repetición en el presente), la mirada que propone González no es la que se anonada frente a lo acontecido y lo desconoce sino la que se hace cargo de aquel pasado y de este presente y lo trasunta en autocrítica (que debe entenderse, ante todo, como autocomprensión): “Poco importaría que (La Tablada) no nos favorezca, si no sabemos desentrañarla en sus componentes profundos. Y si también sabemos mirarnos en ese espejo entonces podremos iniciar los trabajosos compromisos para trazar un nuevo límite que no expulse la Tablada como locura de los otros, sino que la incorpore como la crítica que aún debíamos aprender a hacer”.

IV)
El gesto de González se ubicaba en una dimensión que había sido completamente eclipsada por los lenguajes imperantes en la llamada “transición democrática”; en contra de las buenas conciencias –en contra de aquellos que, misteriosamente, han creído que sumergirse en las aguas de la trivialidad socialdemócrata los eximiría del juicio de la historia- convocaba a su generación a mirarse a sí misma a los ojos –ejercicio que ya había ensayado hacia 1986 en una conferencia memorable Contra Oscar Terán, en Puerto General San Martín
[9]. En soledad, esa y algunas pocas voces que permitían entrever otra forma de construcción de la memoria más allá de la nostalgia y del olvido pasaron entonces desapercibidas; fueron, a su modo, otras tantas bengalas perdidas[10]. Quizás ahora, casi veinte años después, haya llegado ahora el tiempo de escucharla porque en ella se cifra la posibilidad de un diálogo entre el pasado y el presente que permita la transmisión de una experiencia, así como la posibilidad de una memoria sin concesiones ni mandatos que en lugar de inhibir la acción la abra hacia el futuro.
La lucha por la memoria, que no es más que la lucha por otro presente, impone reestablecer la relación crítica con los setenta –tal es la lección de La Bengala Perdida-, y para quienes venimos después, para quienes no vivimos aquellos años, consiste en otorgar un rostro a una experiencia que nos golpea y nos constituye pero de la que carecemos de palabras para aprehender porque nos hemos quedado sin legado. Aquellos que logren cerrar ese cuadro constituirán en ese mismo movimiento una nueva generación que podrá entonces trazar, con la mirada en el futuro, un examen de las anteriores
[11] bajo la convicción de que hay todavía mucha realidad no consumada, muchas cosas en el mundo que aún no han acontecido.
Notas:
[1] Horacio González, “La bengala perdida”, en La izquierda y la Tablada, (compliación de Alberto Kohen y Rodolfo Mattarollo), Ediciones Cuadernos de Ideas, marzo de 1989.
[2] Ricardo Foster, “Los usos de la memoria” en Crítica y sospecha. Los claroscuros de la cultura moderna, Paidos, Bs As, 2003.
[3] Importa poner de relieve que el modelo que hemos llamado “progresista” se ha vuelto hegemónico no tanto por la solidez de sus premisas sino por su íntima vinculación con el paradigma de los derechos humanos tal como se forjó desde la dictadura militar. La solidaridad de ambas argumentaciones, que se complementan de manera casi perfecta, ponen en una situación francamente incómoda cualquier intento de lectura crítica como la que aquí intentamos. Tal dificultad no obedece a razones teóricas sino fundamentalmente éticas, tanto más cuanto que la estrategia jurídico/político amparada en el paradigma de los derechos humanos ha resultado, a pesar de muchos obstáculos, un éxito innegable; (éxito que en buena medida hace posible la política del actual presidente Néstor Kirchner). En efecto, los imperativos de la lucha contra la impunidad de militares y civiles (leyes de punto final y obediencia debida votadas por el parlamento en manos de la UCR, indultos de Menem, etc.), impusieron la preeminencia de la dimensión jurídica sobre la histórica, al tiempo que la figura del militante se desvanecía por completo para dar paso a la de la víctima. Lo cierto es que las estrategias de denuncia y reclamos contra la impunidad obligaron a una suerte de amputación de los orígenes de los miembros de aquella generación. Las consecuencias fueron observadas con crudeza por Nicolás Casullo en un artículo escrito en la revista Confines en 1996: “Comprendí que tenían razón: que eso era lo necesario y lo trágico. La memoria que quedaba por delante, gigantesca, la de muertes y muertes sólo podría parirla la maldición de un olvido, el de nuestros viejos rostros y viejas palabras. Ya no podíamos con el pasado, contarlo. Ya ni siquiera éramos el relato moribundo...” (Las cursivas nos corresponden)
[4] Lo que no podía preverse entonces, en el 2003, es el giro radical que han tomado las cosas desde la llegada al poder del Presidente N. Kirchner. Cuando la larga lucha por los derechos humanos se vuelve política del estado se abre la posibilidad cierta de que posiciones en principio excluyentes como las mencionadas en el texto, lejos de excluirse, se articulen mutuamente. En buena medida la política del actual gobierno se asienta en esa particular configuración de contornos movedizos y cambiantes. Si sería exagerado hablar de santificación, no hay dudas que el discurso oficial contribuye a dotar a aquella época de rasgos míticos, pero en el mismo movimiento la ubica en un pasado cuyos hilos con el presente se pierden definitivamente. Es por esa razón que es posible reivindicar a las víctimas del terrorismo de estado –hacerlas objeto de infinita piedad y compasión- siempre y cuando el sentido de sus vidas –sus utopías, sus apuestas, sus aciertos, sus desatinos, sus fracasos- permanezcan en las sombras; (tal es por lo demás el formato que para la coyuntura han adoptado los medios de comunicación).
He aquí en ciernes una forma de escritura de la historia, fomentada por el Estado, que condensa fragmentos de discursos disímiles y que sin dificultades podría hacer suyo el reclamo que Vezzetti formula en Pasado y Presente: “una historia mediada, regulada, justificada y comunicable” para el período en cuestión; esto es: reducir, vía historia social, una vasta y trágica experiencia histórica, convertirla en enciclopedia, para la instrucción cívica de las futuras generaciones. En ese contexto, la política del gobierno cierra un capítulo de la historia, pero se abre una paradoja, esto es, la posibilidad cierta de que el triunfo en el plano del derecho y la justicia pueda servir para consumar aquello que no lograron ni los militares ni los gobiernos constitucionales que los sucedieron: clausurar ahora sí, para siempre, una enorme experiencia, hacer de ésta otra secuencia más (en este caso luctuosa) de la historia nacional.
Debemos subrayar que en nuestro caso no se trata en modo alguno de menospreciar la inaudita determinación con que el Presidente ha zanjado una larga lucha: por primera vez en la historia argentina desde 1810 el Estado se expresa a favor de la justicia y en contra de la impunidad. Es incorrecto (y aun indigno) desconocer la relevancia de la decisión de enjuiciar a los culpables de crímenes contra la humanidad –decisión que reconoce pocos antecedentes en el mundo contemporáneo, tanto más si se tiene en cuenta que el juicio y el castigo a los responsables no es un hecho consumado y se encuentra más bien sujeto a la férrea y oscura oposición de la derecha en sus múltiples formas -sus formas tenebrosas y sus formas liberal republicanas. En este campo conviene precaverse de optimismos rápidos y recordar con Andrés Rivera. “A 30 años del 24 de marzo de 1976, el fascismo aguarda su turno. (...) Y entrará en acción, cuando el capitalismo suponga que su poder está en riesgo. Entonces el fascismo cruzará el umbral y exigirá ley y orden”. Empero el problema de fondo no se modifica: Vanguardias políticas armadas y desarmadas, manifestaciones multitudinarias, una cultura de izquierda en su apogeo: todo ello no se tradujo en una memoria que enlazara aquel pasado con nuestro presente, se diría que todo ello desapareció sin dejar rastros. Lo que se ha perdido, en fin, es la relación crítica con la experiencia de los ’70. El horizonte con que nos enfrentamos (hoy, quizás ya no mañana) es el siguiente: la saga de la generación de los 60/70 puede incluso volverse objeto de conmemoración y sus acontecimientos relevantes otras tantas efemérides de la historia patria, precisamente porque sus efectos sobre el presente se saben y se quieren nulos. Que connotados miembros de aquella generación ocupen actualmente puestos relevantes en el gobierno no modifica un ápice este cuadro; se diría que luego de muchas peripecias y sufrimientos han llegado por fin al poder: llegaron cuando ya es tarde.
[5] Ricardo Foster, ibid., p. 57.
[6] Nicolás Casullo, “Memoria y revolución”, en Lucha Armada en la Argentina, Año 2, n° 6, Buenos Aires, 2006.
[7] Tal es un rasgo del estilo de Halperin Donghi. Para el caso que nos convoca, pueden leerse las conclusiones de “El presente transforma el pasado: el impacto del reciente terror en la imagen de la historia argentina”, en AAVV. Ficción y política. La narrativa argentina durante el proceso militar, Buenos Aires, Alianza, 1987.
[8] León Rozitchner, “A propósito de El juez de H. A. Murena”, en Nora Avaro y Analía Capdevila, Denuncialistas. Literatura y polémica en los ’50, Buenos Aires, 2004, op. cit. p. 206.
[9] La conferencia, dictada en ocasión del Congreso Nacional de Filosofía y Ciencias Sociales, puede leerse en Revista En Diagonal, UNR editora, año 1, n° 1, octubre de 2006.
[10] Como indicáramos en el texto, se impuso otra posición, de allí que aquel epígrafe de T.S. Eliot con que Ricardo Piglia abría Respiración artificial (“We had the experience but missed the meaning/and approach to the meaning restores the experience) sigue siendo, un cuarto de siglo más tarde, el epígrafe de nuestra situación.
[11] Como señala Jacques Hassoun en Los contrabandistas de la memoria, (Buenos Aires, La Flor, 1996, p. 178) se trata de “Desprenderse de la pesadez de las generaciones precedentes para reencontrar la verdad subjetiva de aquello que verdaderamente contaba para quienes, antes que nosotros, amaron, desearon, sufrieron o gozaron por un ideal, ¿no es lo que podemos llamar una transmisión lograda?”