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Algunas notas sobre la Universidad argentina y sus dilemas actuales

Por Eduardo Rinesi
(politólogo, docente de la UBA y la Universidad Nacional General Sarmiento)


Con frecuencia se señala, cuando se habla sobre la Universidad, que ésta no es ni debe ser pensada como “una isla”, que la vida universitaria forma parte de la más vasta y compleja vida nacional, que la pregunta por los destinos de la Universidad es inseparable de la pregunta por los destinos del país y que cualquier reflexión sobre la Universidad debe enmarcarse dentro de una reflexión de alcance más general sobre lo que ocurre también fuera de sus fronteras. Y nada es más cierto: es obvio que las grandes definiciones políticas de los gobiernos, los modos en los que, en cada momento histórico, la sociedad y el propio sistema político definen la “agenda” de las cuestiones relevantes y la manera de tratarlas, los “climas de época” (las ideologías, las corrientes de pensamiento dominantes, los paradigmas teóricos acreditados) en el marco de los cuales, en los distintos períodos históricos, se piensan las cuestiones sociales o políticas, inciden decididamente en los modos en los que se piensa y se organiza la mucho más acotada cuestión universitaria. Y basta una rápida mirada de conjunto a nuestra propia historia nacional, en efecto, para poder percibir, en cada uno de sus capítulos, la fuerte continuidad, los firmes “vasos comunicantes” que conectan las ideas dominantes en cada período, las grandes líneas de política nacional de los distintos gobiernos y las formas en las que se organiza, se piensa y se desarrolla la vida universitaria.
Sin embargo, esa misma mirada de conjunto a la historia de la universidad argentina y de sus relaciones con la vida política, social y cultural de la nación arroja también, a poco que la agucemos, la evidencia de que los –a veces bastante radicales– cambios en esos “climas de época”, en esas grandes líneas filosóficas, culturales o ideológicas que en los distintos momentos de la historia se van definiendo como dominantes y en las grandes orientaciones de las políticas gubernamentales, nunca se proyectan sobre la organización de la vida universitaria directamente y sin conflictos, sino que, por el contrario, sólo consiguen orientar los modos de organizarse, dirigirse y protagonizarse la vida universitaria actuando (a través, por lo demás, de una densa red de mediaciones) sobre un conjunto de representaciones y de prácticas que necesariamente los preceden, y en las que a su vez confluyen dinámicas propias de la misma institución universitaria y otros impulsos, anteriores, que sobre ella han operado las fuerzas de la historia, y que se han ido consolidando, sedimentando, cristalizando, a lo largo del tiempo. De ahí que cualquier indagación sobre la historia de las relaciones entre vida universitaria y vida nacional deba ser necesariamente tanto una indagación sobre todo lo que cambia cuanto una pregunta por todo lo que no cambia en la universidad cuando cambian las grandes coordenadas de la vida nacional.
La sensibilidad para realizar simultáneamente esta doble interrogación constituye sin duda uno de los méritos de la excelente Historia de las universidades argentinas (Sudamericana, Buenos Aires, 2005) de Pablo Buchbinder. En ella Buchbinder despliega muy convincentemente una estrategia de análisis de las transformaciones de la vida universitaria nacional que si por un lado pone la historia de esas transformaciones en relación con la historia del sistema político, el Estado, el mercado y la estructura social, por el otro reconoce tanto las formas particulares que asumió en cada coyuntura esa siempre compleja imbricación como el peso de las fuertes inercias y rutinas desarrolladas en el interior de la propia institución universitaria, que definen en muchas ocasiones continuidades fuertes incluso en contextos en los que uno estaría más dispuesto a buscar y a encontrar los puntos de ruptura (así, por ejemplo, Buchbinder no considera al golpe de estado de 1930 como un momento de quiebre significativo en la historia de la vida universitaria nacional), y lo llevan a veces a proponer periodizaciones para pensar la historia de las universidades argentinas (por ejemplo: 1918-1943, o 1966-1983) que no necesariamente coinciden con las que podrían encontrar inspiración en una historia de los grandes cambios políticos, económicos y sociales de extramuros.
Si –acercándonos ahora un poco a nuestras propias preocupaciones actuales– nos detenemos a considerar el proceso de reformas presuntamente “modernizadoras” que se llevó adelante en la vida universitaria argentina durante la pasada década de los 90, la primera evidencia que encontramos es la de una muy ostensible coincidencia entre el espíritu que lo animó, la orientación de las políticas gubernamentales en todos los campos y el clima cultural más general que presidía todos los debates. En efecto: en esos años de fuerte hegemonía conceptual de un tipo de pensamiento estrechamente economicista, eficientista y hostil a todo criterio extramercantil de justicia, la Universidad argentina protagonizó una importante serie de cambios que iban decididamente en la misma dirección, y que –no sin resistencias, pero con muchísimo éxito– terminaron por calar muy profundo, y por instalarse de manera muy firme, en la vida, las prácticas y las propias (auto)representaciones de los actores universitarios. Mecanismos como el Fondo para el Mejoramiento de la Calidad Universitaria (Fomec) y el Programa de Incentivos constituyeron enérgicos estímulos para el desarrollo –y la aceptación más o menos gozosa– de una “cultura de la evaluación” cuyos improbables beneficios para el desarrollo de la ciencia y de la técnica son mucho menos evidentes que su extraordinaria capacidad como sistema de disciplinamiento y uniformización.
Sistema cuasi-mercantil, por cierto. O mejor: cuasi-bancario (nada tiene de extraño: al fin y al cabo, fue un banco, uno de los mayores bancos del planeta, el que proporcionó buena parte de los fondos necesarios para operar esta extraordinaria transformación política y cultural). Que no dejaba de expresarse, entre otras cosas, en el propio lenguaje con el que, a la salida de esa década, nos habíamos habituado a pensar la Universidad, nuestra actividad en ella y nuestro propio lugar en ella. En efecto: en consonancia con tendencias económicas, sociales, políticas y culturales de alcance mucho más general, desde mediados de los años 90 se generalizó en la Universidad argentina una terminología que hablaba con una especie de fruición satisfecha –como si a través de su uso desfachatado y más o menos diestro se revelara nuestra madurez y nuestra capacidad para tomarnos la vida en serio, para ser responsables y dejarnos de chiquilinerías– de “puntos” docentes, “créditos” académicos, “intereses” del conocimiento... Esa jerigonza absurda, infértil e indigna penetró con tanta fuerza en nuestros modos de hablar de y en la Universidad que a cierta altura de las cosas ya habíamos perdido la capacidad para advertir su despropósito. No tiene nada de extraño que, en algún momento de aquella década del 90 que aquí estamos recordando, cierto banco argentino haya tenido la idea de fundar una universidad: hacía tiempo que en las universidades argentinas se hablaba como en los bancos.
Pero lo que me interesa destacar, más que este ridículo síntoma de estos cambios que son las nuevas modalidades de nuestro lenguaje universitario, es el conjunto de rasgos de nuestra nueva vida universitaria, de nuestras prácticas y rutinas universitarias, que, junto con este lenguaje prestado y absurdo, hemos aceptado y naturalizado también. Me refiero al complejo juego de clasificaciones y de jerarquías en el que se materializa esa “cultura de la evaluación” a la que aludía más arriba, a la ridícula carrera, sólo presuntamente “meritocrática” (ya que en la práctica, y como todo el mundo sabe, es estimulante de las más diversas formas del chantismo académico), de las “presentaciones a congresos”, los “artículos con referato”, la enloquecida “carrera” de los “estudios de posgrado” (que cada vez más son concebidos por todo el mundo –por quienes los toman, por quienes los dictan, por las instituciones que, no sin interés económico en el asunto, los ofrecen– como pasos formales necesarios de la –así llamada, también– “carrera” académica), las “direcciones de tesis”, las “formaciones de becarios”, las “membresías de jurados” y de comités y de órganos encargados de evaluar a otros y de jerarquizarlos, y que terminan ungiendo a algunos de esos otros que por su parte, ahora que están ungidos, podrán a su vez integrar otros comités y órganos y jurados y evaluar y jerarquizar...
Entendámonos: No estoy diciendo (supongo que es obvio) la tontería de que no debamos esmerarnos en tomar buenos cursos de posgrado, ni que debamos descuidar la “formación de recursos humanos” y no atender de todo corazón a becarios y tesistas, o negarnos a participar de cualquier jurado que se nos invite a integrar. Lo que sí estoy tratando de señalar es la fuerte penuria de sentido a la que la lógica carrierista, jerarquizante, desigualitaria y antidemocrática de nuestra vida universitaria condena a estas prácticas, objetos –como tantas otras– de la típica “inversión de medios y fines” que la filosofía social se ha cansado de señalar en nuestras sociedades. “Ahora que tengo el doctorado puedo dirigir”, dice alguien. “¿Y para qué querés dirigir?”, pregunta otro. “Porque me da puntos para la categoría de Incentivos”. Ese diálogo es posible, verosímil y cotidiano en la Universidad argentina. Y corremos el riesgo –que es lo que estoy tratando de decir– de que ya no nos resulte absurdo. Ni siquiera astuto. Quiero decir: que quizás lo peor de todo es que ni siquiera seamos capaces de jugar este juego de jerarquías, hijos y entenados, adentros y afueras, con el cinismo que al menos nos permitiría quedar mentalmente libres de su perfecta imbecilidad. No: lo grave del asunto (y lo que hace que “el asunto” funcione) es que han logrado convencernos. Que efectivamente hemos llegado a creer en esas clasificaciones y jerarquías.
Clasificaciones y jerarquías que, si acaso tienen algún sentido para ordenar la vida universitaria en lo que la misma tiene de más burocrática y de más estamental (y es posible que ese componente burocrático y estamental sea ineliminable de la vida universitaria, como de la vida, por lo demás, de cualquier institución), son absolutamente destructivas del carácter soberano, autónomo y libre que necesariamente debe tener la actividad intelectual universitaria si quiere seguir siendo, en un sentido fuerte de las palabras, intelectual y universitaria. Quiero decir: que un tipo de actividad digna de esos calificativos sólo puede ser una actividad rigurosamente igualitaria, una actividad de iguales que se conciban como iguales, que descrean militantemente de cualquier jerarquía y pongan a todos los argumentos a discutir desprejuiciadamente en un plano de estricta paridad. Está por estudiarse, y alguien debería hacerlo alguna vez (algunos estudios parciales, de todas maneras, ya han sido hechos, y son muy interesantes), el modo en que la multiplicación de los sistemas de clasificaciones, escalafonamientos, distinciones y discriminación en los que consiste buena parte de lo que se llama a veces la “reforma” universitaria de los 90 han comprometido fuertemente la posibilidad misma de una actividad de ese tipo en nuestras universidades.
Pero aquí no me propongo volver sobre esos años. No me propongo volver a hacer la crítica de la miseria de una vida universitaria que en esos años 90 a los que nos estábamos refiriendo reformateó sus instituciones, sus procedimientos y sus prácticas a imagen y semejanza de las que entonces presidían la vida social y política en su conjunto. Lo que me importa señalar acá, en la línea que indicaba al comienzo de estas reflexiones, es que ese conjunto de prácticas, procedimientos y representaciones de la vida universitaria que en esos años se instalaron con mucha fuerza entre nosotros no sólo no han desaparecido de nuestra propia vida universitaria actual, sino que hoy la dominan plenamente, y la dominan sobre todo donde más importa: en el interior de nuestras propias testas, y lo hacen justo en un momento en el que, afuera de los claustros universitarios, uno diría –incluso sin ser especialmente complaciente con la hora que, como se dice, “nos toca vivir”– que claramente soplan vientos diferentes. Mi pregunta, en síntesis, es si esos vientos diferentes que soplan hoy fuera de los muros de nuestras universidades podrán penetrar esos muros y contribuir a democratizar y dignificar las prácticas que desarrollamos dentro de ellos, y si, en caso que se lo propusieran, no encontrarían dentro mismo de nuestras universidades las mayores resistencias.
Me parece que esa pregunta no carece de interés, y esto por diversas razones, pero entre otras por una cuya importancia no creo que debamos subestimar. Hoy el Estado nacional, las arcas del Estado nacional, están –como lo revela una rápida lectura de cualquier diario– gloriosamente llenas de dinero, y el gobierno tiene el firme propósito de destinar una parte de ese dinero al sistema universitario nacional y al sistema nacional de ciencia y técnica. De hecho, lo está haciendo, como lo evidencia la cantidad de becas y de puestos en la carrera de investigación que ha habilitado el Conicet, la gran cantidad de proyectos de diverso tipo que está financiando la Agencia nacional de investigaciones científicas y tecnológicas, los muchísimos fondos concursables que se nos anuncian desde las más diversas oficinas del Estado y, last but not least, el no despreciable aumento que han experimentado a lo largo del último par de años los salarios de los investigadores, docentes y no docentes universitarios. Eso es intrínsecamente bueno e indudablemente auspicioso, más allá de cualquier otra consideración. Pero yo me atrevería, con todo, a formular otra consideración. Otra pregunta. Que es la siguiente: ¿qué vamos a hacer, nosotros, en las Universidades, con todo ese dinero? ¿Para qué vamos a usar ese dinero?
Lo estoy poniendo de un modo un tanto brusco, y se me permitirá que siga mi argumento en el mismo tono. Lo que me pregunto es: ¿vamos ahora (ahora que tenemos, en las universidades y en el conjunto del sistema nacional de ciencia y técnica, un poco más de dinero) a regar con más abundancia el mismo régimen de jerarquías y exclusiones con el que hasta ayer repartimos la miseria?; ¿vamos a dedicar esos mayores fondos con los que hoy contamos a seguir estimulando el desarrollo ad infinitum de esas mismas jerarquías alentando (via, por ejemplo, la creación o el financiamiento de doctorados, pos-doctorados, pos-pos-doctorados, pos-pos-pos-...) las carreritas académicas de una pequeña élite que difícilmente garantice –ése es el punto– una elevación del nivel general de nuestros estudios, de nuestros estudiantes y de nuestros profesionales?; ¿vamos a idear todo tipo de sistemas para competir por las monedas que hoy llueven más o menos generosas de las diferentes ventanillas del Estado para seguir haciendo, mejor pagos, lo mismo que veníamos haciendo hasta ayer? ¿O vamos a tratar de recoger de la experiencia política argentina del último lustro los mejores impulsos democratizadores y a intentar revisar más globalmente el sentido mismo de nuestra vida universitaria?
Quizás –para tratar de plantear la cosa de manera menos dicotómica, menos tajante– ambas posibilidades no sean exactamente excluyentes. Pero es necesario que un impulso fuertemente democratizador organice los modos en los que las ponemos en contacto. La producción cuantiosa de masters, doctores y pos-doctores (que algunos estudios sobre la cuestión universitaria, con una mirada que encuentro francamente fetichista, valoran como un síntoma, casi como una evidencia misma, de algún logro que merecería destacarse) puede ser relativamente estimulante para los candidatos a masters, doctores y pos-doctores que, mientras tanto, consiguen vivir –a veces durante una cantidad no despreciable de años– de alguna agencia estatal de financiamiento de sus estudios. Y bien que hacen: nada que objetar. Lo digo en serio, sin ironía: nada que objetar. Como tampoco tengo nada que objetar al argumento, que he leído, de que es bueno que haya en el país muchos doctores y pos-doctores porque eso garantiza la existencia de futuros tutores y directores de las próximas tesis doctorales y pos-doctorales: las de las camadas que vienen después. Qué duda. Y dale que va. ¿Pero hacia dónde va? Perdón, pero si no nos hacemos esta pregunta estamos en problemas.
Problemas a los que debemos sumar enseguida estos otros: ¿qué hacemos, mientras nos dedicamos a producir doctores como salchichas, con el enorme porcentaje de estudiantes de grado que no terminan sus estudios? ¿Qué hacemos para mantener y mejorar el nivel de esos estudios de grado y no devaluarlos a la condición de mera preparatoria de los de posgrado? ¿Qué hacemos para evitar que todo el sistema simplemente “fugue para adelante” sin mayores resultados positivos a la vista, digámoslo, ni en términos de la calidad del proceso total de enseñanza ni en términos de sus productos? ¿Cómo evitamos que ya nadie espere nada de una tesis de licenciatura (porque ésa hay que hacerla rápido para entrar a la maestría), que ya nadie aspire a leer ninguna idea en una de maestría (porque para eso –como se dice ya por todas partes– está la de doctorado), que ya nadie escriba en serio la de doctorado, porque no hay tiempo: se nos pasa la edad y tenemos que presentarnos ya, ayer, en la convocatoria para la posdoctoral...? Estoy exagerando. Sin duda. Pero querría insistir en que si no pensamos muy juiciosamente estos problemas corremos el serio riesgo de dilapidar todo lo que la actual situación tiene de indudablemente estimulante para pensar en la posibilidad de renovar las cosas en nuestras universidades.
Por supuesto, el retrato que he hecho de la situación de nuestras universidades es –como vengo avisando– parcial, sesgado e injusto. Una mirada más ponderada de las cosas descubriría enseguida, por suerte, una gran cantidad de indicadores de otras tendencias que también habitan nuestras casas de altos estudios: profesores de primerísimo nivel que dedican sus mejores horas a sus cursos masivos en las carreras de grado, por las que siguen apostando, académicos con todos los laureles cuya meritoria labor cotidiana de formación de grupos de estudiantes, becarios y tesistas nadie podría atribuir sin injusticia al mezquino deseo de agregar una línea más en el capítulo de “formación de recursos humanos” de su curriculum vitae, constitución de equipos de trabajo, investigación y discusiones democráticas, plurales y excelentes, tesis de licenciatura, de maestría y de doctorado memorables... La universidad argentina contiene en su seno poderosas fuerzas de transformación que compiten con sus impulsos más antidemocráticos, más cerradamente corporativos y mezquinos. Nada nuevo: ésa es su historia y acaso, con perdón, su esencia. Lo que he querido sugerir aquí es que sería una pena desaprovechar la oportunidad que nos brinda el clima de renovación de ideas y de apertura de nuevos horizontes que vivimos hoy en el país para escribir un nuevo capítulo, mejor que otros muy recientes, de esta larga historia.